jueves, 20 de noviembre de 2008

Coctel de emociones

Y llegó el gran día del encuentro. Como ha venido sucediendo ahora último, fuera de mi costumbre fui la primera en llegar. Ya la gente de otros años estaba formando dos pequeñas colas para entregar la tarjeta respectiva o comprarla.

A la entrada, donde me hallaba, pude ver a la monja que otrora fue la reaccionaria, la rebelde, la que siempre decía sus verdades acerca de religión, sustentadas en cimentados argumentos que hacían que en mi cabeza se forme un torbellino y todo lo que me habían enseñado al respecto se caiga ante el ventarrón poderoso de sus afirmaciones. Como cuando preguntó a toda la clase si creíamos en la virginidad de la Virgen María... si literalmente creíamos. Nos miramos, estábamos asombradas con esa pregunta. Con perplejidad contestamos afirmativamente, y ella, movida por una increíble fuerza nos contestó: ¡No puede ser!, ¡pero si tienen la religión de infantil!, refiriéndose al primer estadio de enseñanza, al grado de pequeñas de cinco años. ¡Ah!, ¡cuánto aprendí con esa monjita! Me abrió los ojos, el criterio, y me acercó más a mis creencias, aunque parezca todo lo contrario.

Pero no la saludé... estaba ocupada decidiendo por dónde entrar, pues ella, las profesoras, y las antiguas trabajadoras de nuestro colegio, según lo que pude ver, ingresaban sigilosamente para no ser reconocidas por ninguna de las viejas exalumnas.

Decidí quedarme esperando a las ‘chicas’ que compartieron conmigo la misma aula, los chistes, las bromas, y toda clase de situaciones, como cuando empezaba a temblar la tierra y todo se convertía en un pandemonio. ¡Mi mamá! ¡Mi hermanita!, eran los gritos mezclados con llanto que más de una producía. Era tan gracioso para mí, no puedo evitar sonreír con el recuerdo. Mónica, Lisette, no me olvido de su desesperación, pero ahora las entiendo un poquito más, aunque no deja de ser risible, sobre todo cuando recuerdo a ‘la Elvi’... je, je, esa mujer... siempre seria, implacable, la que no permitía un ruidito en la biblioteca del colegio. Sí, en ese momento estalló el terremoto, todas empezaron a correr como cuyes en tómbola, aunque sin dirección alguna. ‘La Elvi’ gritó, como siempre: Niñas... ¡sentadas!, niñas... ¡silencio! Pero no duró mucho. Mientras me atacaba de risa sentada ―creo que era la única en mi silla―, pude ver que ‘la Elvi’ se bajaba del pupitre en el que se subió para tratar de calmar a toda la clase, y salía disparada de allí, dejándonos solas, en medio de los llantos, gritos, y mi risa. Sí pues, ‘la Elvi’ seguramente pensó: Ay carajo, esto sí está feo, no para... ¡sálvese quién pueda!, y entonces agarró viaje y se mandó mudar, buscando un lugar más seguro.

Esta vez no estuvo Elvi para reírme un poco, pero sí estuvieron varias monjas que me hicieron recordar muchos episodios sabrosos. Lástima que la que fuera nuestra directora ya no estaba. Quisieron recordarla con un minuto de silencio, pero desde aquí escribo sobre lo que significó para mí su presencia, su autoridad, su trabajo incansable para tratar de enseñarnos a ser buenas personas ―y vaya que sí le costó―. Como una de las veces en que decidimos escaparnos de clase... creo que era la hora de Labores, no sé, lo que sí sé es que estábamos super aburridas, así que intercaladamente fuimos saliendo al pedir permiso para ir al baño. Nos encontramos las cinco y nos pusimos a recorrer las desiertas instalaciones del colegio. Todas las alumnas estaban en clase, todas menos nosotras. En eso alguien vio que la profesora encargada de la disciplina hacía su aparición por el corredor. Nos metimos corriendo al baño de Infantil, pero ella ya nos había visto. La directora también apareció. Cuando entró ‘la Doris’ al baño gritó con voz enérgica que salgamos, que ya sabía que estábamos allí. Y es que una de mis compañeras, con gran inteligencia, se había parado encima de la tapa del inodoro, lo que hizo que su cabeza se asomara por la puerta, y eso que ella es muy chata, a lo Barraza. Una a una fueron saliendo, con la cabeza gacha, mientras ‘la Doris’ se encargaba de los regaños de ley. La única que se quedó inmóvil y en silencio fui yo, es que estaba en el último cubículo con la puerta bien cerrada y mis pies en alto para que no noten mi presencia. Esperé un buen rato y regresé al salón, allí me encontré con la madre directora que había ido a hablar con todas, llevando de las orejas a las fugitivas. Esa vez por poco y me gano la papeleta de suspensión que tuvieron mis amigas. Pero existieron otras, todas fueron para nosotras trofeos valiosos. A mucha honra, ¡caray!

La vida en el colegio ha sido para mí una de las mejores experiencias. Por eso me alegré cuando me avisaron de la reunión. Allí estaban las del otro salón, fueron pocas pero fueron, se sentaron en otra mesa, pero cercana a la nuestra. Bueno... así estuvieron las cosas y creo que así seguirán, somos seres de costumbres, y más que una probable enemistad, que no existe, es solo la tradición, además que los recuerdos unen, y ellas tienen los suyos igual que nosotras los nuestros.

Sé que también entre algunas de nosotras existe cierto sinsabor, cosas que de viejas hemos vivido, pleitos, discusiones... ¡total!, esa es la vida, cada una tiene su verdad, su experiencia, su vida, y esto no tiene por qué ser idéntico, ni siquiera similar.

Hemos compartido, bailado, cantado, comido, y bebido como locas. Ellas con su whisky y yo con mi botella de vino. Fue el día de lo prohibido, el momento de olvidar el ‘no puedo’ para divertirme como antaño, casi como durante la época escolar. De sorprenderme viendo cómo se caía Chabela, ella dice que por el cable, yo digo que por el trago; o de reírme al ver a Rosalí bailando bien amelcochada con el muchacho más lindo de los que animaban la fiesta. Cantamos al compás del acordeón de nuestra Concho. Todas nos sabíamos de memoria las canciones que aprendimos cuando teníamos cinco años, cuando las tocábamos en la pequeña orquesta que formábamos dirigidas por Concho. Había ex alumnas de mi edad, menores que yo y mayores también. Somos varias generaciones que pasamos por el mismo colegio y la misma educación, quizá hasta las mismas travesuras y parecidos recuerdos.

Solo me resta decir: ¡Ay Señor!, ¡sí que nos divertimos!

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